Filòleg, investigador i escriptor
ESPADÀNIQUES vol agrair novament a l'autor la cessió d'un treball inèdit per a este blog.
Trobar, gaudir i compartir les impressions dels viatgers que en qualsevol època han visitat els pobles de la serra d'Espadà és un plaer íntim que ens agrada experimentar. En este cas parlem del compositor, escriptor i teòric musical Eduard López-Chavarri (València 1871-1970), que en una col·laboració publicada en el diari Las Provincias el 1903 feia una crònica de dos dies estivals passats en ruta per diversos pobles de la nostra serra (Alfondeguilla, Chóvar, Eslida, Aín i Artana).
Firmada amb el pseudònim Eduardus, esta bella crònica amb un cert aire romàntic no escatima elogis ni tampoc crítiques a l'estat dels pobles, a la manera de viure i a alguns hàbits que devien sorprendre un home de ciutat i cultivat. Per exemple, que les ruïnes dels castells foren reaprofitades per a fer bancals... La ironia aguaita ací i allà. No és estrany això que diem, tal com ens confirma la lectura de la reedició de Proses de viatge, amb un estudi introductori magnífic de Francesc Pérez Moragon (IAM, 1983).
Era setembre, quan els nostres pobles collien garrofes i anous. L'acompanyava l'advocat, polític conservador i escriptor valencià Francisco García de Cáceres Ansaldo (1865-1922), que devia sentir atracció per les fortaleses i escenaris del passat morisc i va ser el promotor de l'excursió. El recorregut, amb parada a Eslida per fer nit, és també gastronòmic en algun punt (oli, orelletes, figues seques...) i ens parla de l'aigua, de l'urbanisme, de l'estat dels camins quan hi havia encara poques carreteres, dels aprofitaments forestals i dels conreus més habituals. La crònica finalitza amb la fascinació sentida pel castell de Castro, una de les fortaleses de la serra més visitades i que causa sempre una profunda impressió en l'ànima. Gaudiu-la!
Era setembre, quan els nostres pobles collien garrofes i anous. L'acompanyava l'advocat, polític conservador i escriptor valencià Francisco García de Cáceres Ansaldo (1865-1922), que devia sentir atracció per les fortaleses i escenaris del passat morisc i va ser el promotor de l'excursió. El recorregut, amb parada a Eslida per fer nit, és també gastronòmic en algun punt (oli, orelletes, figues seques...) i ens parla de l'aigua, de l'urbanisme, de l'estat dels camins quan hi havia encara poques carreteres, dels aprofitaments forestals i dels conreus més habituals. La crònica finalitza amb la fascinació sentida pel castell de Castro, una de les fortaleses de la serra més visitades i que causa sempre una profunda impressió en l'ànima. Gaudiu-la!
Veraniegas
Recuerdos
de los moriscos.– En las sierras.– Los castillos de la Sierra de
Espadán.– Las fuentes.– La vuelta a casa
De las montañas de la Marina de Alicante, pasé al corazón de la sierra de Espadán. Si altos y escarpados eran aquellos sitios, más escarpados y altos son éstos.
Mi
buen amigo García de Cáceres quería ver los vestigios de los
antiguos pueblos moriscos que por aquí hubiera, sobre todo, en la
parte por él no recorrida del Benhalili. En estos lugares fue donde
bravamente se defendieron los moriscos contra las últimas
persecuciones que hicieron contra ellos los cristianos.
Recordaba
mi amigo la carta que la ciudad de Valencia dirigiera al rey D.
Carlos I para que le ayudase en la guerra contra dichos moriscos,
pues a pesar de los años que transcurrían y del dinero que se
gastaba, aquélla no tenía fin.
El
deseo de ver el teatro de tales hechos, tan interesantes desde el
punto de vista social e histórico, nos movió a emprender la
excursión; cedí a la invitación amistosa, y a la Sierra de Espadán
nos fuimos.
Confusión
extraña de valles y barrancadas; los montes se acumulan unos sobre
otros, y forman los desfiladeros a manera de inmensas calles
tortuosas. A la entrada de cada una de las encrucijadas de montes, se
ve todavía el castillejo levantado por los moriscos para guardar y
defender el paso de estos refugios, ya de por sí retirados y poco
accesibles.
Por
todas partes asaltan los recuerdos de aquella población morisca que
habitó y pobló estas sierras. Los mismos moradores actuales parecen
ser todavía Hamets y Muleys, y es bien cierto que a la caras de
nariz aguileña y ojos negros, a las costumbres de inexorable
individualismo, a la vida de aislamiento, que por aquí se notan,
cuadran muy bien los nombres de las aldeas perdidas entre profundas
gargantas: Alfondeguilla, Eslida, Ahín, Benhalili, etc.
Nada
tan pintoresco como estos castillos que aún levantan sus ruinas en
lo alto de los montes. Cierto que a veces el desencanto es grande:
cuando se lleva arriba inventando materialmente el camino,
cuando se está frente a frente con las solitarias piedras, se
encuentran las viñas y algarrobos creciendo entre los muros, los
cuales sirven para proporcionar las piedras con que el labrador
construye los márgenes: aquello que quisieron dejar en pie los
soldados de Carlos I, lo han concluido de derribar los cultivadores.
Resulta extraño ver plantaciones en sitios tan extraviados, lejos de
toda habitación humana.
La
impresión de soledad que producen estas altas montañas parece
aumentarse al recordar lo pobladas que estuvieron en otro tiempo.
Sierras cubiertas de vegetación, feraces, en donde se obtiene el
aceite más puro de España, no habían de ser desconocidas de los
pueblos agricultores que en la Península existieron. ¡Qué desastre
y qué soledad con la expulsión de los moriscos! Donde antes se
levantaban cinco o seis pueblos, hoy no queda más que algún arco de
conducción de aguas, algún resto de cisterna: nada más. Y cuesta
gran trabajo creer (a no constar por documentos indubitables) que
allí levantaban sus paredes las poblaciones moriscas.
Actualmente,
ni comunicarse pueden entre sí los pocos pueblos que hay. Para
salvar leguas y leguas andando entre gargantas profundas y subiendo
a collados altísimos, no hay más caminos que los barrancos y surcos
formados por las aguas en las laderas. ¡Pereza y miseria de las
gentes!
En
cambio, el viaje resulta pintoresco y la inesperada aparición de un
castillo o del lejano pueblo, resulta de un efecto doblemente
encantador.
Alfondeguilla,
nuestro punto de partida, es último vestigio de una agrupación de
tres pueblos moros: el actual, Castro y Beniçabdón. Gran cosecha de
higos secos; montañas cubiertas, en grandes extensiones, por
alcornoques mucho más útiles a la patria que los de carne y hueso
usados en la capital. En Alfondeguilla se da el caso extraordinario
de comer naranjas frescas y muy dulces a la mitad del mes de
setiembre.
De
Alfondeguilla pasamos a Chóvar, rincón apartado, en donde algunos
animosos ciudadanos quisieron fundar la república hace pocos años.
No pasaron de Segorbe. Chóvar es villa de progreso: entierros
civiles, matrimonios civiles y guerras civiles... dentro de casa.
Cura poco ocupado. El día que llegamos iban a celebrase toros en la
plaza: a ellos no asistían más que los amigos del alcalde de turno.
El castillo está totalmente arruinado.
Dos
horas y media de marcha necesítanse para llegar a Eslida, pueblo
pintoresco, con casas que suben atropellándose hasta el castillo,
calvario en zig-zag, blanqueado, como de nieve. Nos ofrecen amable
hospitalidad Rafael Sorribes (Sisto) y su esposa. Esta última
tiene manos de plata para hacer orelletes con aceite de la
sierra y miel olorosa de romero, cosechada aquí. Lector, si la
suerte te depara llegar a Eslida, haz que te presenten orelletes
a estilo del país.
De
Eslida a Ahín no hay más camino que el barranco. Ahín es la aldea
más morisca que puede verse. Calles estrechas y empinadas, arcos en
las puertas; hay un horno, cuyo interior, con sus grandes arcos
apuntados y sus piedras grises, recuerda el Almudín de Valencia.
A
media hora de marcha está la montaña en cuya cumbre se levanta el
castillo de Benhalili, nombre de uno de los poblados moros
desaparecidos. Todavía se ven los murallones en pie y la arruinada
torre del homenaje, cilíndrica, contra lo usual en estas
construcciones. La atalaya que cerca se levanta es airosa. Cuando
llegamos a la cumbre, nos quedamos algo desconcertados, porque hasta
el interior de la cisterna está plantado de viña. ¿Quién tendrá
humor de ir hasta allí a recoger la uva?
Al
pie del monte que sostiene el castillo nace un gran manantial de agua
fresca y cristalina, verdadera riqueza, que no puede utilizarse más
que mal y por poca gente. ¡Pensar que en Valencia no sirve el agua
ni para lavarse, y que aquí fuentes riquísimas sólo sirven para
mover molinos!
Deshacemos
el camino hasta Eslida, y parecemos los personajes de los cuentos de
niños: «anda que andarás». En el camino encontramos la fuente de
San José (a la que dedican fiestas en Eslida) y nos proporciona la
voluptuosa sensación que sólo los caminantes pueden disfrutar.
Luego,
a la ermita de Santa Cristina, rodeada de grandes cipreses, y en
donde hay un nacimiento de aguas original. Figuraos un pequeño
teatro romano, con su frontis, sus gradas, y en vez de orquesta un
abundante manantial de agua fresca y purísima; paredes, gradas,
muros, ermita, todo está blanqueado, y el conjunto es una impresión
de frescura y alegría que no se olvida.
Si
algún excursionista lee estas líneas y quiere visitar el ermitorio
en cuestión (como se ve, han de reunirse bastantes casualidades),
tenga en cuenta que el colono o ermitaño, que allí vive con su
familia, puede disponer todo lo necesario para comer bien; pero no se
fíe el caminante de un fementido ventorrillo que hay allí cerca, en
donde, además de un señor de muy mal genio que vive solo con
un arca de Noé, gatos y perros a docenas, y verderones, y mirlos, y
conejos y gallinas... ¡qué sé yo!, se encontrará con que para
hacer una tortilla y longanizas fritas, le preguntarán si éstas se
mezclan con la tortilla; y, amén de otros accidentes por el estilo y
de comerse un guisote inverosímil, tendrá que pagar ganas y todo.
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El ventorrillo a què fa referència Eduardus... |
De
Santa Cristina a Artana sigue el barranco ensanchándose. El castillo
de Artana tiene en pie más trozos que los otros, pero no se ha
librado de la invasión del cultivo; aquí son algarrobos.
Nuevamente
hay que ir a perderse entre angostos valles para subir un alto
collado después; la vista se despide de los valles de Artana, y al
ocultarse el castillo de este pueblo aparece la fortificación de
Castro, una de las más hermosamente situadas, y cuya silueta aún se
levanta amenazando al que ose invadir el desfiladero. Esta fortaleza
es antiquísima: su nombre romano, así como algunos indicios que por
aquí se encuentran, permiten suponer su primitiva construcción. Es
acaso la más inaccesible, y fue el último refugio de los moriscos
rebeldes. Cuenta la tradición que, cercados por las tropas
imperiales, los sitiados se dieron la muerte y se despeñaron por la
altísima cortadura.
Descendimos
por nuevas vertientes al lecho de otros barrancos; nuevas aguas
apagan la sed, y al fin, después de dos días de incesante marcha,
rendidos por tantas distancias y alturas salvadas, llegamos al caer
la tarde al punto de partida.
Con
nosotros entran en la aldea los que vuelven del trabajo: hombres
sepultados bajo un enorme montón de leña; diríase que es maleza
que anda sola; y otros, hombres y niños y mujeres, vuelven de batir
los algarrobos y los nogales. Sobre las moles tranquilas de la
montaña, que parecen descansar siempre, se destaca el humo azul del
hogar que llama amorosamente al fatigado caminante.
Voces
alegres, ojos que hablan y bocas que sonríen: estamos en casa.
Eduardus (Eduard López-Chávarri Marco)
Las
Provincias, 23 de setembre de 1903
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