per Òscar Pérez Silvestre
Filòleg, investigador i escriptor
ESPADÀNIQUES vol agrair novament a l'autor la cessió d'un treball inèdit per a este blog.
Hi ha
individualitats que destaquen per la labor social que desplegaren en
la seua carrera professional, i, de vegades, pel cúmul d’inquietuds
que la seua personalitat curiosa els va portar a fer realitat. El cas
del valler Eleuterio Pérez Solernou és interessant perquè, a més
de ser mestre i destacat conferenciant –propagandista, en deien en
aquella època– va disposar del favor de la premsa en les primeres
dècades del segle XX i de prestigi oratori allà on va estar. Era
fill del mestre Eleuterio Pérez Villalave, natural de València, i
de María Rosa Solernou Rambla, filla de la Vall d’Uixó i germana
de l’advocat i polític liberal José Teófilo Solernou
(1852-1903). La mort dels pares d’Eleuterio a Albacete en 1885 per
l’epidèmia de còlera va provocar que el seu oncle es fera càrrec
de l’educació dels nebots Eleuterio i Rosario, que destacaren
temps a vindre en el camp de la pedagogia. El nou tutor, gran amant
de la música i del teatre, va transmetre sens dubte el gust per
l’art als seus afillats.
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Oncle i nebot, cap al 1900 |
El
motiu, ara i ací, de dedicar-li un record és per les cròniques
excursionistes que va publicar en 1912 i 1913 en la Revista
de Castellón, un quinzenal ple
d’interés especialitzat en cultura que es feia a Castelló de la
Plana entre 1912-1914. La seua antecessora i continuadora era Arte
y Letras (1911 i 1915).
En
esta revista va estampar diversos textos, un parell dels quals ens
parlen d’unes excursions per la serra d’Espadà. Una nota al peu
de pàgina ens informa que tenia en preparació el llibre Cuadros
de la Sierra, un projecte que, segons
les nostres indagacions, no arribà a publicar-se perquè quatre anys
més tard moria l’autor.
El primer d’estos textos, titulat «Una ascensión al Beñalí»
(RC número 15, 1912), ofereix una impressió d’una eixida estival
en ple agost a Aín. Una gosadia, això d’escalar muntanyes per
l’agost... Després de visitar la Covatilla a Aín, Eleuterio
mamprén una pesada pujada al Benialí (974 m) o pic Batalla. La
visió des d’allà dalt el porta a fer una suculenta descripció de
la rodalia que s’hi albira. En baixar-ne, va fer la darrera menjada del dia en alguna fonteta que no identifica.
Vos deixe
amb la seua crònica, que destil·la sensibilitat en cada línia. Bon
profit!
Una
ascensión al Beñalí
Eslida
y Ahín están separados por una montaña de cerca de mil metros de
elevación, que los habitantes del primer pueblo llaman Solana de
Loret y los del último Beñalí. Es una montaña esbelta,
aislada, poblada de pinos en la vertiente N. E. y llena de
despeñaderos y torrenteras en la S. O. Desde nuestra salida de
Castro no habíamos sentido el placer de las alturas, así es
que, apenas repuestos de la fatigosa exploración por la Covatilla,
emprendimos con briosos arrestos la ascensión al Beñalí.
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Entrada a la Covatilla, a Aín |
La
pendiente era atroz, dura, capaz de arredrar un ánimo menos decidido
que el nuestro para estas andanzas alpinistas. Del mismo lecho del
barranco, ascendía un sendero, estrecho y escarpado, lleno de esas
piedrecitas silíceas, sueltas, resbaladizas, tan características
del terreno triásico, que iba serpenteando, perdiéndose muchas
veces entre los pinos. Atravesamos alguna pequeña torrentera, cuyas
piedras rodaban hacia el fondo del barranco á la menor presión de
nuestros pies. Grandes y tupidos matorrales de aliagas, romeros,
zarzas y espinos interceptaban el caminejo, teniendo que abrirnos
paso á golpes de bastón convertido en hacha. A la más leve
distracción salíamos de la ruta y nos veíamos obligados á trepar,
agarrándonos á las rocas, á las raíces, a los arbustos que
protestaban con sus punzantes espinas, hiriéndonos las carnes. Las
fuertes y pulidas agujas de los pinos que tapizaban el suelo en
extensos trozos nos hacían resbalar á cada momento.
Encontramos
algún leñador entre la enmarañada maleza que,
provisto de brillante hoz, iba cortando las plantas y arbustos, el
cual nos guiaba conduciéndonos al sendero perdido. El apagado cantar
de alguna fuente se oía en la espesura. Estábamos sudorosos,
jadeantes, pero una fuerza instintiva nos impulsaba á andar, á
subir, y allá seguíamos, por la áspera pendiente, siempre hacia
arriba, saltando obstáculos, tronchando ramas obstruidoras, con el
vehemente deseo de ganar la enhiesta cumbre.
El
horizonte iba dilatándose y comunicando grandiosidad al paisaje. El
castillo de Ahín se veía casi á ras de tierra, el barranco era
apenas un hilo moteado por los puntos brillantes del agua; iban
borrándose las pequeñas lomas, esfumándose los duros contornos,
emergiendo de la tierra caseríos, pueblos y ondulantes cadenas de
montañas. No veíamos aún el mar. El corazón se dilataba de
entusiasmo ante la perspectiva colosal que descubrirían nuestros
ojos al llegar á la cima. Cobrábamos alientos y proseguíamos la
espléndida caminata bajo un sol de Agosto que prendía destellos en
la tersura de las aguas y de los pinos, entre el bosque frondoso que
nos envolvía en acres perfumes y nos arrullaba con los rumores de
las ramas mecidas por el viento.
Íbamos
ganando la enorme altura, desaparecía la vegetación del valle; la
jara y el espino bordeaban el sendero; los pinos eran más altos, más
copudos, más recios; oreaba nuestras frentes empapadas en sudor el
aire sutil y fresco de la sierra, y entre estas magnificencias de
luz, colores, perfumes y perspectivas, sonaba en el espíritu la
música ideal del paisaje, como un deseo, como una ilusión áurea...
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Imatge de la serra, publicada en la crònica d'Eleuterio Pérez Solernou |
Enfrente,
elevábanse como gigantescos centinelas las primeras crestas del Pico
de Espadán, y no tardó mucho en aparecer éste, envuelto por
nieblas que se desgarraban entre las agujas y aristas de su
abruptísima cumbre. Un esfuerzo más y en pocos minutos salvaríamos
el primer collado de la dentada cima de Beñalí. Las piernas
adquirieron de pronto inusitado vigor, y nos lanzamos cuesta arriba,
en carrera loca, vertiginosa, temeraria, saltando pedruscos,
hiriéndonos los pies, el cuerpo encorvado, los ojos llameantes, con
un ansia indescriptible de sentar nuestras plantas en las enormes
rocas que coronaban la montaña. La fatiga nos rendía, los pulmones
luchaban por expulsar el aire, produciendo ronco resuello, el sudor
caía á chorros por el rostro, las piernas temblaban y los pies se
torcían; un esfuerzo más, sacando energías del alma, dos saltos y
ya estábamos en la cumbre. Nuestros cuerpos cayeron desplomados
sobre la alfombra de hojas de los pinos, y el espíritu recibió el
beso de una ola de belleza, envolviéndolo entre la luminosa franja
de sus espumas.
La
visión del paisaje desde esta altísima atalaya, acariciados por las
auras perfumadas que nos enviaba la extensa fronda, fué una
explosión de colores y armonías. El horizonte era una inmensa,
dilatadísima extensión de tierras pardas, violáceas, plomizas,
verdosas, negruzcas. El mar, de tonos plateados y brillantes,
limitaba en colosal curva la línea lejana del campo visual. Cerrando
el horizonte, á ambos lados, erguíanse las sierras de Peñagolosa y
Montemayor, y á nuestra espalda las cordilleras del núcleo de
Albarracín. La verde llanura de la Plana dejaba ver entre la obscura
mancha de sus naranjales cinco pueblos é innumerables alquerías;
delante se destacaban con fuerte perfil, sobre las aguas del mar
latino, los primeros picos de la sierra, Font de Cabres, Pitera,
Peñalba, Castro, Pipa, Embrar...;
á la derecha, se distinguían los pueblos de la Baronía y de la
ribera del Palancia, y á nuestros pies, en las profundidades del
valle, aparecían Eslida y Ahín, recostados apaciblemente sobre las
frondas verdes.
Ascendíamos
por la suave pendiente de la cima de Beñalí hasta llegar a
su altura máxima. Estábamos entre pinos que nos acariciaban con su
aroma fuerte, con sus tonos de verde variadísimo, con el callado
rumor de sus ramas. El sol bañaba la extensa pinada de luz blanca,
proyectando sombras escuetas sobre el césped. Era un paisaje griego,
de armonías áticas, que evocaba los bosques habitados por Pan,
donde ninfas hermosas huían perseguidas por los sátiros, en loca
carrera, ebrias de amor.
Descendíamos.
Iba cayendo la tarde. Una bruma luminosa nimbaba los contornos de los
montes de Poniente. El Sol, al ocultarse tras los más altos picos de
la sierra, había dejado sangrienta estela en las nubes. Del valle
subía la sombra, borrando los perfiles é igualando los accidentes
del terreno. En el barranco sonaban esquilas y una campana volcó en
el espacio largas notas, pausadas y vibrantes. Al llegar al Molino,
voces amigas nos llamaron con acentos de impaciencia, y á los pocos
momentos, reunidos en fraternal camaradería, saboreábamos con
deleite inexpresable suculento ágape junto al cristalino manantial
que ritmaba una canturia plácida y campestre.